8 de Junio. Embarcado hasta Roma
En la soledad del barco, camino de Civitavecchia, en una sala de butacas con apenas 6 personas, mientras me corto las uñas de las manos, empiezo a darme cuenta de la trascendencia del viaje y se me vienen a la mente los miedos. Distingo entre 2 tipos de miedos, uno el inmediato, es decir, la incertidumbre de desembarcar y encontrar donde dormir esta noche pues cuando lleguemos a puerto serán casi las 21.00, donde podré cenar a bien y a buen precio? y los otros, los más profundos , los miedos de ‘a más largo plazo’ … los miedos de: ¿seré capaz de … Levantar la moto cuando me caiga por el peso del equipaje? Estar un año solo? Cruzar las difíciles fronteras que todo el mundo te advierte que tengas cuidado? Qué será de mi vida cuando acabe este año? Me reincorporaré al trabajo o no seré capaz de encerrarme delante de un ordenador entre cuatro paredes? Y en ese caso, a qué me dedicaré? Probablemente, dentro de un año, cuando vuelva a leer esto, me puedan parecer minucias todas estas inquietudes, pero ahora, si pienso detenidamente en ellas, se me hace muy cuesta arriba. Quizás sea porque llevo casi 24h en este barco y, aunque me queda una cerveza de las 6 latas que me subí ayer, no la quiero empezar por dos razones: porque voy a conducir en menos de una hora por un país que no es el mío y no quiero cagarla y porque la reservo para cuando tenga alojamiento y tomarme la de la victoria. Para quitarme estas historias de la cabeza me acuerdo de un par de anécdotas divertidas: Paula, la hija de 2 buenos amigos, ha escrito un artículo en el periódico digital de su colegio y el lunes pidió en su Colegio por mí en los Buenos Días que hacen todas las semanas, para que me fuera bien en mi viaje, y resulta que ahora los niños de su clase quieren ser motoristas de mayores. La otra anécdota es que anoche, en el barco, estaba en la sala del bufet tomándome una cerveza (de las que me había subido) y dando buena cuenta, con mi navaja jarota, del lomo y el queso que me regaló mi amigo Horacio una noche de fiesta en Pozoblanco (pero esa es otra historia) y resulta que no está permitido entrar comida y/o bebida de fuera, asi que me gané mi primera bronca en un idioma extranjero. También me acuerdo de Xavi, de lo bien que se ha portado conmigo y de esas horas previas a la partida del Ferry, recordando cosas que me pudieran hacer falta y no dudando un instante en darme todo lo que él tuviera que yo necesitara, así como en Vitín, que se desvivió en el día de ayer, encontrando un taller donde me ajustaran la suspensión y dándome sabios consejos de lo que me encontraré por ahí. Con ellos dos y con Montse y Mario me tomé unas ‘medianas’ que supieron a gloria en el bar Paddok. Ya queda poco para llegar a puerto, y llevo todo el día estudiando como reubicar el equipaje, pues dado que en el taller de Barcelona me subieron la suspensión trasera para que la moto fuera mejor, es más difícil montarse en ella y ponerla derecha, ya que el centro de gravedad ha subido, aunque en marcha no se nota.